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El gesto de Scola, emotiva nota escrita por Ariel Scher

Domingo, 12 de Agosto de 2012 / Publicado en Londres 2012
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El prestigioso periodista escribió una hermosa reflexión para la página web www.11wsports.com, acerca de la Selección Argentina de básquet y de su capitán, Luis Scola, quien le cedió al taekwondista Sebastián Crismanich la bandera nacional en la ceremonia del cierre olímpico.
El gesto de Scola
Por Ariel Scher

Padre amaneció el lunes pensando en Scola. Pensando en Scola con la misma intensidad con la que otros inauguran sus lunes enumerando las cuentas de impuestos, susurrándole al reloj que haga magia y sea viernes, o convenciéndose, nada menos y nada más, de que embroma que los lunes lleguen pero alegra que luego se van. Padre amaneció el lunes pensando en Scola y en Scola pensó mientras las gotas de la ducha le inundaban las contracturas del cuello que jamás se le fugan, y en Scola pensó de nuevo mientras encendió los fuegos para el desayuno de su hijo, y en Scola, siempre en Scola, siguió pensando mientras ese hijo despabiló su primer parpadeo de lunes para mirarlo fijo y decirle “papá”.

Ni por casualidad ni por devoción deportiva amaneció Padre el lunes pensando en Scola, en Luis Scola, argentino y basquetbolista, un jugador descomunal capaz de amansar a la más insumisa de las pelotas naranjas, apto para correr las canchas más famosas con la solvencia de los que más saben pero con la vocación de los que nunca paran de aprender. Pensó Padre en Scola porque Scola hizo en los Juegos Olímpicos de Londres la mayor jugada que puede hacer alguien en el básquetbol, que no consiste en el arte meritorio de imponerse a otros gigantes; o el mayor logro que puede construir un deportista, que no es escalar hasta las cumbres de un podio. Padre pensó en Scola porque Scola iba a portar la bandera nacional en la ceremonia del cierre olímpico, una designación proyectada como un honor y como un reconocimiento, y le cedió ese rol al taekwondista Sebastián Crismanich, flamante medallista dorado, el propietario de un gloria más nueva y menos famosa que todas las glorias del gran Scola. Padre pensó que ese gesto le promovía una colección larga de palabras y una gama ancha de sentimientos, pero, fuerte, de golpe, de una vez, de una plena y certera vez, le salió una definición honda y de barrio en la que entró con exactitud su percepción completa de lo que había hecho Scola. Padre pensó que ese tipo era un crack.

Quizás Padre pudo quedarse en eso y emprender, entre rutinas y tenacidades, su existencia de cada lunes. Quizás pudo, pero no pudo. Padre pensó en Scola en cada segundo que vino después. Y en su hijo y Scola. Y en los hijos de otros y Scola. Padre pensó que sería una justicia que su hijo y los hijos de otros conocieran el gesto de Scola. Una justicia, pero no con Scola porque un individuo vacunado contra la mezquindad, a contramano de la feria de vanidades que describe a esta época, seguro que no necesita que nadie le ande palmeando la espalda para avisarle lo bueno que es. Contar el comportamiento de Scola, contarlo a los cuatro vientos, en los cafés de las esquinas y en los discursos públicos, representaba una justicia con su hijo y con los hijos de los otros porque es justo -es lo más justo- que cualquier persona se entere de las buenas luces de la vida, de los mejores caminos de la vida, para contribuir después a eso mismo: a estimular vidas singulares y colectivas más luminosas y mejores. Por eso, a pesar de su mal vínculo con los lunes, Padre pensó en Scola y se sintió orgulloso de ser parte de un tiempo histórico difícil, como la mayoría de los tiempos históricos, en el que había gente cuyos actos sencillos constituían un ejemplo.

En las diez calles que separan su hogar de la escuela de su hijo, Padre se mantuvo pensando en Scola. Lo había sabido desde el principio: por la escuela y porque era lunes había pensado tanto en Scola. ¿Cómo proponerles a los docentes y a los otros padres que la decisión de Scola pasara por las aulas en el primer día de clase después de los Juegos Olímpicos? ¿Cómo explicar que no se trataba de un tributo innecesario a Scola sino de una manera de darles a los hijos lo que los hijos merecían saber? Padre recordó que algo parecido lo atravesó cuando Carles Puyol hizo que su compañero Eric Abidal, que volvía al fútbol tras un tratamiento contra el cáncer, levantara la copa que había ganado, entre deslumbramientos, el Barcelona como campeón de Europa. Y que no fue muy distinta su conmoción cuando la selección argentina de básquetbol, en la que no por azar hay señores como Scola, acababa de perder ante España por menos que una uña la semifinal del Mundial del 2006 y Pepe Sánchez fue a saludar y a felicitar a cada adversario como se saluda y se felicita a los buenos compañeros. Y que, como los cruces entre moral y deporte no sólo son patrimonio de los notorios de los estadios, evocó que a esa altura ética había estado su amigo Ale, zurdo y brillante mediocampista del fútbol del barrio, cuando usó esa misma zurda infalible para desviar a propósito un penal que le habían concedido por error. Padre pensó, con la misma concentración con la que pensaba en Scola, que esas historias no tenían próceres sino seres más o menos corrientes, pero igual valían para ser parte de un ciclo educativo.

Sobre cada baldosa de las diez calles que recorrió con su hijo de la mano, Padre buscó fundamentos para sugerir que la escuela se hiciera eco de lo que Scola había elegido. Lo más inteligente que enhebró -todo un mérito para su imaginación opaca del comienzo de un lunes- fue retratar al equipo de básquetbol del que Scola es capitán: allí, ganar importa mucho pero ganar no es lo único que importa al competir; allí, competir importa mucho, pero competir no es lo único que importa al hacer deporte. Una prueba: horas antes de que este lunes empezara a ser lunes, Emanuel Ginóbili, un experto en reducir a través del básquetbol la distancia de lo posible y lo imposible, manifestó que le daba orgullo componer ese equipo cuando se gana “pero también cuando se pierde porque tiene dignidad”. Otra prueba: Javier, un amigo de los nobles, le aseguró a su mujer que está bien que los hijos de ambos vean las excelencias del juego de los integrantes de ese equipo, pero es aún mejor escucharlos hablar. Las dos pruebas suscriben la tesis que Padre enhebró ya hace montones del lunes: si ese equipo argentino se apunta en la historia del deporte por una biografía enorme de victorias, habrá verdad pero incompleta. Lo más extraordinario es y seguirá siendo la concepción y la forma con las que esas victorias -y, también, las derrotas- se hicieron un sitio emocionante en los ojos y en la memoria de tantísimos testigos.

Lo resolvió Padre: eso, eso mismo, era lo que iba a comentar para que lo de Scola se transformara en un contenido de colegio. Lo resolvió, aunque no se animara del todo, y llegó a las puertas de la escuela, contento por repetir el ritual de encantos que cabe en cada caminata con su hijo, pensando en Scola y con su oratoria lista. Y fue listo como estaba, que lo interceptó una maestra. Era jovencita, con el rostro de vitalidad sin sombras que distingue a las maestras durante los lunes, los martes y los demás días. Y, con una voz en sintonía con esa vitalidad, le entregó tres oraciones cortas. Estas:

-¿Vio el gesto de Scola? Qué maravilla. Hoy lo vamos a hablar con los chicos en clase…

Padre la oyó fascinado, como si hubiera sacado boleto de ida para un viaje que unía el asombro con la felicidad. Después pensó otra vez en Scola. Tuvo la tentación de agradecerle a la distancia por varias cosas: por un gesto que sintetiza una idea, por un comportamiento que endulza al mundo, por una generosidad que reivindica a lo humano. También por hacerle ver que, en una de esas, hasta los lunes valen la pena.

Fuente: Por Ariel Scher en www.11wsports.com
Twitter: @11wsports

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